Hilo de arena

Huyendo de una tormenta de arena, Pepe y Peppa, matrimonio desde hacía treinta años, rompieron sus lazos.
Se conocieron de pequeños, siendo vecinos. Primero jugaron a indios y al escondite, luego a médicos. De adolescentes, sostuvieron largas tardes de filosofía. Se amaron, se casaron y tuvieron tres hijos.

Andaba el matrimonio de vacaciones por tierras africanas, fue un regalo de los hijos: por vuestro aniversario, les dijeron. Recorrieron sabanas, selvas y desiertos. Amaban los desiertos tanto como a sí mismos. El sol quemando en la arena tostada y el contraste de temperaturas los hipnotizaba.
Como símbolo de amor se unieron mediante un hilo rojo, a modo de leyenda japonesa.
Según se dice, los dioses atan un cordón rojo alrededor del dedo meñique de los que han de conocerse. Dicho hilo une a las personas que van a amarse y nunca van a perder el camino para reencontrarse. Por tanto, este cordón mágico se puede estirar o enredar, pero nunca romperse.

Quizás en algún momento se alejaban el uno del otro, sin embargo siempre sabían regresar. Y así, unidos y separados, cruzaban el desierto en un todoterreno. Ruta de Oasis, rezaba la guía turística que sostenía Peppa entre las manos, clima inmejorable en cualquier época del año.
De repente, el color del cielo cambió a anaranjado, derivando a un marrón para acabar en gris. Ambos no sabían lo que sucedía, aunque intuían la desgracia. No siempre el cielo cambia tan de repente de color. Sus ojos miraban el entorno silencioso sin pestañear, ¿la calma antes de la tormenta?
Sin previo aviso, y acompañada de vientos ascendentes, empezó a llover arena sobre el coche. El ensordecedor ruido les obligó a salir, ambos bajaron por la puerta del conductor y, sin separarse, intentaron echar a correr, pero la fuerza del viento se lo impedía. Pepe se arrodilló en busca de cobijo bajo el suelo desnudo. Si caminara no sabría hacia dónde ir, el viento lo zarandeaba, lo elevaba y él deseaba acurrucarse. Peppa tiraba de él.
–Vamos, hemos de buscar refugio.
–No puedo, estoy paralizado. Ve tú.
–No te quiero dejar aquí, te ahogarás.

La velocidad del viento se incrementó y la arena, ahora, picoteaba sobre sus cuerpos, viéndose obligados a cerrar ojos, orejas, boca y nariz.
–Tápate con la sudadera.
–Sí, y tú con la gorra.
–Pero no veremos por dónde vamos.
–Quedémonos quietos.
–No, no quiero morir enterrada. Vamos.
–Tienes las manos mojadas de sudor.
–Sí, tú también. Vámonos.
–Ves tú. Busca un escondite y vuelve a por mí.
–¿Y el hilo?
–No pasa nada.
–Sí pasa, vamos juntos –estaban juntos, lo notaban por el hilo, pero no se veían. El cielo oscureció de polvo.
–Sí, pero volvamos al coche. Corre, cada vez se ve menos.
–Bueno vale. Será un buen lugar para cobijarnos.
–Vamos, camina.
–No puedo, estira de mí, estira del hilo.
–Se romperá.
–No, nuestro amor es más fuerte, tira de mí.
–Pepe, muévete, vamos.
–Ves.
–Vamos.
–Tira.
–No, se rompe.

Y en ese tira y afloja el hilo se rompió. Peppa alcanzó el coche y de Pepe no se volvió a saber nada más.

De regreso a su casa, Peppa colgó un manuscrito de aspecto antiguo junto al retrato del difunto: «Un hilo rojo invisible conecta a los que están destinados a encontrarse, sin importar tiempo, lugar o circunstancias. El hilo se puede estirar o contraer, pero nunca romper».
Sabía que seguían unidos y no tardarían en reencontrarse.

©Nuria Riera Wirth

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