Travesuras

Un calambre me sacudió bruscamente, haciendo que cayera de espaldas. El estómago me ardió.

            Mi hermana se inclinó hacia mí, mirándome con sus ojos grandes y vidriosos 

  • ¿Qué “hicites”? Me preguntó

Yo aun cagada de confusión respondí

  • Hice lo que me “dijites”, metí el alambre en el “enchufle” 

Allí en el suelo tumbada, sintiendo rayitos en los deditos de las manos, no comprendedía como algo que no se veía, me había sacudido el cuerpo desde adentro

  • ¡Eres boba! Me dijo con aire de superioridad. Supongo que al ver que  yo aún respiraba no tendría que rendirle cuentas a mi madre. – ¿Cómo se te ocurre hacer eso? Lo dijo quien minutos antes simulaba meter el alambrito en la ranura diciendo – ¡mirá no pasa nada! Ante una personita de cuatro años

La insistencia formaba parte de mi personalidad, esa personalidad que aún se estaba forjando. Y habiendo olvidado el episodio anterior, subida en una silla de mimbre, pedí a mis hermanas que me dejaran subir. Ellas alegremente saltaban y bailaban, sobre la casa del árbol que habían improvisado con una tabla antigua, creyéndose grandes por tal hazaña. Tanto insistí, que del hastío bajaron, retándome a trepar sola. Con mis manos pequeñas y mis pies descalzos, me encaramé. Orgullosa de aquel logro, sonreí en tono burlón, mostrando mi dentadura láctea. La tabla que me sostenía cedió ante mi peso, creo que estuve un par de segundos en el aire; así como en los dibujos animados, pero no hubo música ni efectos especiales. 

Me despaleté, cayendo de cabeza, estampando mi cara contra la silla que me había servido de apoyo para subir a aquel inmenso árbol de mangos. Una de mis mejillas pecosas se infló inmediatamente. Mis hermanas horrorizadas ante tal escena se inclinaron hacia mí, sus ojos llorosos me miraban confusos. Y la misma niña que inventaba tales juegos me dijo

  • ¿Por qué te “subites” ?, ¡copiona! Sus manos apretaron mi cara como intentando desinflar aquel globo facial. Su aguda voz temblorosa agregó – le diremos a mamá que yo te mordí. 

¿Ahora quién es la boba?

¡fíjate vos, si estaba atribulada la carajita, que pensó que era mejor decir semejante “mentirita”. 

No, no dejé de ser insistente y olvidé rápidamente que me podía dejar la vida en un segundo.

La insistencia era intrínseca de mí. Esta vez una hamaquita colgada cruzaba la puerta, y me impedía el paso. Mi hermana mecía a la barbie, esa muñeca despeinada y con la boca cortada de par en par, ya saben, para darle vida y voz. 

Le exigí repetidamente que la quitara y me abriera paso, quizás lloriqueando un poco, a lo que ella se negaba rotundamente. Como si fuese la única salida de la casa, me enfrasqué en que se hiciera lo que yo quería. La rabia y el disgusto por ambas partes fueron en aumento, los gritos, vocecitas agudas, lloriqueos y pataletas formaron un coro de pajarracas.

Con actitud retadora la miré. Un segundo bastó para decidir. Ideas diferentes en cada cabecita. Yo por mi lado; correr a toda velocidad y con mi cuerpo derribar la hamaca, como un atleta llegando a la meta. Mi hermana en ese momento, cansada de escuchar mis llantos insistentes, quitó la hamaca para que yo la dejara en paz.

Pero todo eso pasó en el mismo segundo, sin tiempo de hacer cambio alguno. Así que corrí impulsada por la rabia, me lancé contra la hamaca, con tanta mala suerte, que ya estaba siendo descolgada. Sin tiempo de reaccionar y revertir la acción, el paso libre no me sostuvo. Mis pies se trastabillaron. Y el desnivel del porche me hizo caer en picado hacia el suelo de arena donde, un trozo de ladrillo esperaba ansioso el golpe. Creo haber visto la luz al final del túnel. Una sensación de frío, en el lugar exacto donde mi cabeza se había unido con aquel bloquecito de cemento, y seguido; un borbotón de sangre que bañó mi carita sucia. Mis hermanas corrieron hacia mí, e inclinadas mirándome con esos ojos lagrimosos, me dijeron – ¡Eres boba, fue tu culpa! Y seguidamente me levantaron. Con sus camisitas intentaban limpiarme la sangre y ocultar aquella pequeña desgracia. 

Eso no me detuvo, pues la curiosidad y las ganas de ser tan grande como mis hermanas, quienes me superaban por cuatro y seis años, me llevaba a seguirlas como garrapata a perrito callejero. En la calle del frente, observada por los adultos, conducíamos la bici, dando colitas de un lado a otro. Un pequeño pestañear de quien nos vigilaba, fue suficiente para que mis hermanas se alejaran, con la intención de dar la vuelta a la manzana. Y yo que estaba al tanto, imitando sus movimientos las seguí. Yo no iba a ser menos, ¡no señor! Para alcanzarlas, me esmollejé detrás de ellas, pedaleé lo más rápido que mis piernitas me lo permitíeron. No predije sus movimientos, cuando ya las alcanzaba cruzaron la esquina, bloqueándome el paso. Me asusté y solté el manillar. Perdí el control, y la bicicleta condujo sola conmigo al sillín, fui a parar en un cercado de alambre de púas, cortando mi cuerpo como a un pez de pescadería. Con fuerza y decisión, mientras volaba, apreté con mi mano, exactamente donde la púa adornaba el cercado, tajándome así uno de mis dedos, que se sostuvo por la falange media.

Mis hermanas, quienes atraídas por sus responsabilidades de mayores vinieron hacía mí. Sus ojos grandes explayados me miraron rabiosos. La sangre les cambió su emoción por la del miedo. – Es que eres muy metía – eso te pasa por copiona-. Me decían ambas intentando disipar sus nervios.

Me envolvieron el dedo con un trozo de tela de su blusita. Y haciéndonos cómplices, decidimos que debía esconder mi mano, y aguantar el dolor, para que mi madre no se enterara, y evitarnos una pela. 

Una vecina salió a socorrer. Yo le decía que no era nada, que ya se curaría, como siempre pasaba. Pero la sangre me desmentía. Nuestros ruegos de mantener el secreto no bastaron y nos dejó en evidencia ante mi madre. Quien no atendió mis suplicas, y me llevó al ambulatorio para que cosieran mi dedo y curaran mi cuerpo rayado.

Y así, la infancia me hizo resiliente. Con tres puntos en el dedo, y el cuerpo untado de betadine estaba lista para otra aventura.

NOELY MORENO

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