Habitación 402

Igor salía de la puerta de la habitación 402. Era la suite más lujosa del Hotel Continental de Estocolmo. La semana anterior había pedido con todo lujo de detalles a la organización del torneo de ajedrez cómo tenía que ser su habitación: en la última planta, sin vecinos en toda la planta ni en la inferior; seis toallas limpias de color blanco, sin ningún tipo de perfume ni suavizante; tres cepillos de dientes;dentífrico con sabor a menta y clorofila; tres botellines de jabón neutro para el cuerpo; secador de pelo con tres velocidades; limpiador de zapatos eléctrico; aspiradora silenciosa profesional de seis velocidades; lejía y doce bolsas de basura de 50 litros.
Podía permitirse esos lujos porque era el aspirante a ser el número uno mundial y la federación rusa esperaba que todo fuera perfecto.
El ascensor llegó justo en el momento que quería… Se subió y pulsó el botón de la planta baja.
En el vestíbulo se encontró con una bonita sonrisa.
─En tu perfil no ponía que fueras morena. En todas las fotos salías rubia…
─Es igual, ¿no? ¿Y qué importa?
─¡Quería que fueras rubia! ¡Y ni siquiera tienes ojos azules!
Ella se impacientó e Igor le cogió del brazo y la llevó al ascensor.
El recuerdo de la granja de sus tíos que, a sus 8 años, participaba en la matanza de cerdos, le apareció de repente. Fue una experiencia traumática: unas oxidadas pinzas eléctricas se hundían sobre el cuello del animal que quedaba totalmente aturdido. Más tarde, las mismas pinzas pellizcaban la piel cerca del corazón para provocar parada cardíaca. Algunos animales todavía estaban conscientes cuando el afilado cuchillo seccionaba la garganta, cuando un agudo chillido salía de sus pulmones. La sangre brotaba con gran presión y un gran flujo pasaba por un embudo metálico para entrar en una botella de plástico transparente.
─Planta 4, es esta, ¿verdad? Me puedes llamar Katrine.
Casi sin mediar palabra, empezó a quitarle el vestido negro. El narcótico había surtido efecto con mucha rapidez. Esta vez, la dosis que le inyectó tenía mucha mayor potencia. El corazón seguía latiendo cuando el cuchillo perforaba el esternón. La experiencia en la granja de sus tíos como carnicero le permitía trocear con suma precisión a su acompañante. Finalmente, introdujo los trozos en las bolsas. No las necesitó todas. La noche era fría y oscura.
Empezó a lanzar, una a una, las bolsas y vio cómo se hundían lentamente en el Báltico.

©Pei-Yung Chan

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