Un otoño en abril
Todo empezó para mí una noche del mes de abril, no importa el día. La luna llena iluminaba nuestras almas desnudas. Mi respiración con fuerza y entusiasmo le descubrió, mientras las estrellas danzaban una coreografía al ritmo de nuestros latidos. Él estaba a mi lado, a unos metros más allá, no me atrevía a decirle una sola palabra, no quería irrumpir en sus pensamientos. Creo que pedía deseos a una estrella fugaz. La calidez de su presencia me arropaba. Desde ese momento él fue tan mío que nuestras respiraciones se sincronizaron. Allí estábamos los dos sentados a la orilla del puente como quienes no temen a la muerte, quince metros de altura nos separaban del estruendoso río. A partir de ese día nuestros encuentros se hicieron habituales en ese mismo lugar. Pasábamos la noche entera sin decir palabra alguna, contemplando las estrellas. La melodía en nuestro pecho se hacía canción, nuestra canción, mi canción. Era un momento único en el que podíamos hacer el amor en nuestros pensamientos. Yo deseaba saber si él me sentía tan suya como yo lo creía. Él me pertenecía en ese momento tan mágico, ansiaba leer sus pensamientos, me preguntaba si estaría quizás yo en ellos, y si me veía de la misma manera que yo a él. Recuerdo sus ojos brillantes que contemplaban el cielo y reflejaban el universo cuando sonreía; tenía una sonrisa perfecta. Yo quería decirle tantas cosas, pero no me atrevía. Esas noches cálidas hacían agradable nuestra intimidad. Nuestros pies colgaban y podían sentir el sonido vibrante de la corriente. Siempre nos marchábamos antes de ser descubiertos por el sol, quien hubiese iluminado nuestro romance.
Cada noche llegábamos puntuales a nuestro encuentro con las estrellas para sentarnos en primera fila. Con tantos secretos contados a la luna no había lugar en el mundo que pudiera hacerme tan feliz como ese simple puente.
Sus manos perfectas a veces simulaban tocar las estrellas o alguna nube. Los miedos se me olvidaban, al menos durante nuestros momentos. Él tenía un hermoso rostro bronceado, que me enamoraba cada noche, y esas noches donde la luna fulgía, su rostro se iluminaba y me dejaba ver el gran trabajo que hicieron los ángeles al tallarle: su belleza era excitante, su pelo oscuro y ondulado. Y las noches donde la luna no aparecía, la tenue luz de los astros me dejaban ver su hermoso perfil tan misterioso y embriagante. Tenía un aroma primaveral, me extasiaba con su olor, estaba viciada a él.
Hasta que una noche encontré el valor para decirle lo que sentía. Esta vez sí le hablaría, había preparado mi discurso. Nerviosa y un poco ansiosa, temiendo una respuesta negativa de su parte, le diría que lo amaba. Si algún nombre había que darle a este sentimiento de extremada locura, era Amor, ya no me imaginaba una noche sin él.
Me resultó difícil encontrar la ropa adecuada para aquel momento tan especial. Tardé un poco más de lo que quería, miré el reloj y me sorprendí de lo tarde que se había hecho, no quería que pensara que estaba faltando a la cita. Él ya estaría en nuestro puente, necesitaba verle y hablarle, no sabría cuánto me duraría ese valor. Salí de casa y me adentré en el camino, pisando con fuerza y premura. Parecía que mis piernas no avanzaban por mucho que se movieran, mis pensamientos daban vueltas de manera descontrolada, y la ansiedad se fortalecía, hasta que a lo lejos pude ver nuestro puente, y visualicé una sombra que me erizó la piel. Era él que había llegado tan puntual como siempre. Sentí mariposas revoloteando en mi corazón, mis piernas empezaron a temblar haciéndome desacelerar. Él se puso de pie, algo diferente a los días anteriores, siempre permanecíamos en la misma posición durante largas horas cuando contemplamos el firmamento. Pensé que se marchaba, así que empecé a correr. No estaba en forma, era lenta y me faltaba la respiración. Él abrió sus brazos, pensé que tal vez quisiera sentir la libertad de la hermosa brisa que acompañaba esa noche, esa brisa que enfriaba el sudor que recorría mi frente. Me costaba respirar, cuando ya estaba muy cerca quise gritarle para que me mirara, pero no quería romper nuestro silencio de manera tan abrupta, por lo que decidí esperar. Estaba a pocos pasos cuando él dio un paso al frente y se dejó caer. No tuve tiempo de cogerle. Un escalofrío invadió mi cuerpo y sentí que una fuerza me paralizaba, unos largos segundos fueron suficientes para escuchar el sonido de su cuerpo golpeando el agua. No podía creerlo, fría y temblando me acerqué a la orilla del puente y miré abajo, tardó pocos segundos o quizás horas, no lo sé, pero el cuerpo salió a flote y fue arrastrado río abajo. Mi corazón latió con tanta fuerza que se rompió, para siempre. Mis piernas flaquearon y caí de espaldas. Las lágrimas me impedían ver las estrellas y el firmamento, testigos del amor más puro que pude haber sentido, y la luna menguaba como mi alma vacía.
Los periódicos anunciaron el encuentro de un cuerpo a pocos kilómetros río abajo: un misterio sin resolver, sin foto, sin nombre, el amor de mi vida.
Aquel abril se volvió otoño, las hojas cayeron para siempre y, en mi vida, el frío de la soledad me acompaña desde entonces.
Han pasado algunos años, y aquel extraño a quien no me atreví a preguntarle su nombre sigue en mi memoria en tan perfecta imagen como lo veía cada noche iluminado por la luna.
©Noely Moreno