Que me encuentren

Shira estaba preparada para cualquier misión. Fría como el metal a base de años de entrenamiento. Su única debilidad era el sexo.
Su Sexmachine se había estropeado. Eso la deprimió un tanto. Nadie como aquella máquina supo proporcionarle el placer físico y mental que ella deseaba. Sus morreos y abrazos apasionados fueron mejores que los de cualquier amante. Además, podía programarla en modo aleatorio para experimentar el efecto sorpresa.
¡Mmmm! Fue inevitable entonces aquel affair con Mandroll. Ambos solos en aquella nave perdida a la deriva en medio del Universo. Después de que Froylan, el tercero de a bordo, hubiera expirado.
Su compañero era difícil de soportar.
—Nena, vamos a jugar a algo para matar las horas. Hay por aquí un tetra parchís que mola.
—A mí solo me interesa un tipo de juego y tú ya sabes cuál es.
—¡¡Ay!!, no me perrees ahora. Estoy más destrozado que el motor de la Galaxpres. Hazte unas abdominales, preciosa mía, para soltar tus energías hiperatómicas y calmar tus fuegos internos.
—Solo hay una cosa que apacigua mi espíritu. Follar.
—Pues escuchamos música…. o cantamos algo. ¿Te parece? La música amansa a las fieras ¡ja, ja, ja!
Siempre hablando, soltando bromitas nada graciosas y proponiendo actividades insulsas. En la cama era breve como un suspiro y de repertorio bastante limitado.
Y, lo peor de todo, a veces pretendía abrazarla y decirle que la amaba. Que para él era la única mujer en el Universo. Simplemente repugnante.
Para sorpresa suya, un día mientras Mandroll pensaba que ella dormía la siesta, lo encontró medio escondido preparando una mezcla neutralizante que introdujo en el émbolo de una jeringa y guardó cuidadosamente camuflada en un rincón del congelador. Entonces pensó que su vida corría peligro, sintió algo parecido al miedo, entró en estado de alerta y empezó a mirarlo con desconfianza. Día tras día se observaban de refilón y el uno al otro se dedicaban sonrisas forzadas que más bien podrían llamarse muecas. Ella caminaba sigilosamente guardando una distancia de seguridad y evitando darle la espalda incluso en el lecho. Siempre quedaba la pócima, pensaba ella, aunque de momento le interesaba mantenerlo con vida para que continuara con los trabajos pesados que ella tanto detestaba.
—El agua no tiene muy buen sabor. La máquina de reciclaje de orina ha empezado a tontear. Hace un ruidito muy feo y la membrana de ósmosis seguro que no es porque hace poco que la cambiaste —observó Shira.
—La comida también está perdiendo cualidades. Se nos agotará dentro de pocos años. ¡¡¡Por Adam, Dios del Universo!!!, espero que nos encuentren pronto —dijo Mandroll.
Entre ambos se cruzó una tensa mirada.
—Uno de los dos sobra —se atrevió a decir ella con valentía de mujer.
Fue entonces cuando Mandroll reaccionó de forma inesperada para ella. Corrió al congelador y volvió con la jeringa preparada, la manga del traje arremangada y, con valentía de hombre, la clavó en su musculoso brazo.
Mientras le decía: «Nena, no llores por mí. Presérvame. Nos encontrarán y seguro que podrán revivirme. Que sepas que siempre te he querido. Desde que te vi por primera vez en la facultad de Astronavegación. No he pensado en nadie más que en ti. Ninguno de tus rechazos me desanimó nunca. Yo sabía que acabaríamos juntos». Y expiró.
Una punzante duda asoló el ya torturado cerebro de Shira. ¿Habría urdido él un plan para que la nave exploradora se perdiera y quedaran solo ellos dos a bordo? ¿Habría sido él el responsable de la muerte de Froylan y del fallo de su Sexmachine?
Sin quitarle su traje ni lavarlo como dictan las normas lo arrastró hasta la preservadora. Simplemente no podía dejarlo pudrirse allí en medio y le era imposible lanzarlo al vacío o incinerarlo.
Durante varias semanas le acecharon pesadillas despierta y dormida. Continuamente se acercaba a la vitrina de la preservadora para comprobar que no movía un dedo, que no respiraba. Hasta que el color amoratado hizo presencia y pudo cerciorarse de que sus funciones vitales se habían detenido.
Aliviada, durante un tiempo se sintió casi feliz. Por las mañanas daba largos paseos en la cámara de irrealidad. Su preferido consistía en ir de compras por los campos Elíseos del antiguo París, probarse mil y un modelos de vestidos, zapatos, sombreros… etcétera. Luego sentarse en un café a observar aquellos extraños nativos.
Después de la ingesta volvía a la cámara esta vez a visualizarse en alguna serie. Habían estrenado una muy buena Emperadoras del espacio. Amazonas que cazaban hombres y tras servirse de ellos los destinaban a la esclavitud. Ya iban por la cuarta temporada y se estaba poniendo muy interesante. Se había colado entre ellas un transgénero.
Primero falló el Ketchup, luego fueron las patatas. La hamburguesa empezó a salir deshecha como puré. Y un buen día tan solo manó una papilla amarillenta de sabor todavía más asqueroso que el agua de urea. Y esta pronto se agotó.
Tendría que decidirse por uno de los dos. Mandroll le repugnaba. Lo último que ella quería era fundir sus moléculas con las de él. Con gusto se habría comido a Froylan. Estaba mucho más bueno. Pero algún día los rescatarían. Tenía que preservarlo.
Aunque no quisiera reconocerlo, ella sentía algo por él. Mierda. Tanta soledad la estaría trastornando.

©Pilar Luna

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