Remiendo

Fue ella.
Cuando más creí ser yo quién estaba cuidándola, fue ella la que me salvó. Cual hábil costurera, primero atacó dando grandes puntadas a mi corazón roto, para después hilvanar suavemente y rematar las cicatrices con hábiles pespuntes.

Ni siquiera recuerdo en qué momento se me ocurrió la locura de apuntarme al grupo de espeleo. «Ven, lo pasaremos bien», me animó mi viejo amigo Sócrates, tratando de sacarme de mi mal momento anímico. Unos días después le estaba mirando a los ojos, preguntándome qué sería aquel extraño crujido, cuando lo aplastó la pared de rocas, junto a media docena más de «expertos exploradores». Sobrevivimos los dos «aficionados», una tal Gabrielle y yo, conminados a ir detrás, aunque ella recibió el peor topetazo. Un pedrusco rebotado la estampó contra la pared. Dolorido, traté de ayudarla a incorporarse, pero ya no se pudo poner de pie. Me mantuve abrazado a ella mientras escuchaba los pitos de sus pulmones, afanados en respirar, y veía cómo se consumían las baterías de nuestras luces al tiempo que nuestras esperanzas de salir de allí.
Gabrielle y yo no nos conocíamos. Apenas habíamos cruzado un par de saludos en toda la mañana. Pero allí dentro, en la más absoluta oscuridad, percibimos nuestras almas con total claridad. Solo podíamos aguardar a que alguien reparara en que el grupo no volvía e iniciase la búsqueda de supervivientes. Las radios estaban enterradas. Igual que nosotros. Igual que nuestras ilusiones. De modo que decidimos hablar. Y lo hicimos, ¡vaya si lo hicimos! Nunca nos hubiésemos sincerado tanto en una situación normal, pero allí, a oscuras, sucios, congelados, abrazados y con el eco rebotando a nuestro alrededor, descubrimos una afinidad entre ambos que nos elevó a un nivel de intimidad descomunal. Si no fuera consciente de lo rápido que su salud se estaba deteriorando, habría terminado deseando no volver a salir jamás de aquella cueva.
Las primeras horas fueron conversaciones banales; tan solo pretendíamos hacernos compañía, darnos consuelo. Preguntas y bromas con el fin de conocer nuestro estado y aliviar en lo posible el dolor. Aproveché la poca luz que nos quedaba para aprenderme su cara. No especialmente guapa, tenía unos labios bonitos y unas cejas pobladas y descuidadas. Sus ojos eran increíbles; unos pozos sin fondo verdes a los que resultaba imposible esconder nada. Las terribles punzadas que sufría en el pecho los pintaban con pánico. Entonces buscaban mitigar el sufrimiento dentro de los míos. Y así, progresivamente, fue llegando la confianza, a la vez que la oscuridad.
Las tinieblas dieron paso a nuestras voces. Se convirtieron en todo nuestro mundo. La intimidad llevó a la franqueza, a la amistad y fue estrechando aquel interminable abrazo, dejando que fueran el tacto y el calor los que hablaran por los dos. Ocurre cuando se mezclan el miedo y la confianza. Perdimos la noción del tiempo y, en algunos momentos, la vergüenza. Nuestras manos acariciaron, nuestros labios besaron, como si no hubiera un mañana. Hasta que nos dimos cuenta de que probablemente no lo habría. Fue entonces cuando Gabrielle, a pesar del dolor, decidió que no quería irse de este mundo sin coserse a mí. Me lo regaló todo, absolutamente todo lo que le quedaba, para terminar de remendarme.
Y allí, en la más absoluta oscuridad, nos vimos, nos dimos, nos comprendimos. Nos vivimos. Hasta el último aliento. Ningún hilo quedó suelto.
Finalmente nos quedamos dormidos. De nuevo en mis brazos, exhausta, la costurera de mi corazón decidió no volver a despertar.

Apenas estaba consciente cuando los de rescate nos encontraron. Me dicen que costó arrancar a Gabrielle de mi abrazo. Aquellas puntadas eran muy profundas.

©Enric Gisbert

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