Contigo no

Se vieron de lejos. Borja venía de la calle; Lorena, del departamento de mantenimiento. Los dos aceleraron el paso para ver quién llegaba antes. Los dos golpearon a la vez el botón para llamar al ascensor. Se tocaron, sin querer.

—Podrías tener un poco de cuidado, ¿no? —le recriminó él, ofendido.

—Algo de cortesía por tu parte tampoco hubiese estado mal —contestó ella con retintín irritante. 

Los dos quedaron frente a la puerta del ascensor. Un silencio tenso se instaló entre ellos. Seguían esperando, sin mirarse a la cara, cuando él comentó:

—Con el puñetero COVID nos hemos vuelto todos un poco paranoicos, ¿no crees?

—Habla por ti. No soy yo la que se molesta cuando le rozan un dedo.

Otro silencio tenso. Quedaron ambos mirando por encima de la puerta, a los números del frontal. Se iban iluminando con exasperante lentitud y en dirección contraria, subiendo despacio…, despacio…, despacio…, hasta detenerse en la planta catorce. El ascensor iba a tardar más de lo previsto…

—¿Quién subirá primero? —comentó ella.

—Los dos, ¿no? —respondió él.

—¡Ni hablar! ¿Y si me contagias?

—¡Oye! ¿No era yo el maniático?

Otro silencio tenso más. El catorce seguía iluminado. Inconscientemente Lorena empezó a dar golpecitos rítmicos en el suelo con el tacón de sus zapatos de charol. Borja la miró frunciendo el ceño. La chica se encogió de hombros en un mudo «¿qué pasa?». Pero dejó de hacer el ruidito. El ascensor seguía sin llegar y el aire entre los dos parecía espesarse y reverberar…

—Sube tú entonces —habló ella, sin poder soportar el mutismo.

—Pues mira, voy a ser galante y te dejaré a ti.

—¡No seas tonto!

—Tonto, maníaco, infectado y poco caballeroso…

—¡Vete a cagar…!

Y otro silencio tenso. Los números por fin iniciaron el descenso: catorce…, trece…, doce…, y así hasta la planta seis, en la que se volvió a parar. De los nervios, Borja metió la mano en el bolsillo y se puso a rascarse la ingle. Al mismo tiempo hacía chasquidos entre los dientes a la caza de algún “paluego” de la comida del mediodía. Lorena puso los ojos en blanco.

—¡Oooohhhh, Dios! ¿Sabes qué? Se acabó la tontería, no te aguanto. Me voy por las escaleras —espetó.

—De eso nada, ¡por las escaleras voy yo! —repuso él, autoritario.

Y arrancaron a correr empujándose por el pasillo, ¡a ver quién llegaba antes! Ella perdió un zapato; él las gafas de un manotazo. Abrieron la puerta. ¡Blam! Casi la sacan del quicio al intentar penetrar los dos a la vez en el vestíbulo de la escalinata.

No había llegado aún a la segunda planta y ya se estaban besando apasionadamente.

@ Enric Gisbert

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