Las luces rojas

Cuando me estrellé con la bicicleta, el detector cuántico y el resto de componentes salieron disparados del canasto. 

—Acertó de lleno en el árbol, señor —dijo un jovenzuelo que por allí pasaba. No podía dejar de reír mientras recogía del suelo el grafo, el bolígrafo, el polígrafo, la barra de tungsteno y mi moneda de la suerte—. Va a tener que enderezar esto.

Y me entregó los cachivaches. Efectivamente: la barra quedó atrapada en un saliente y estaba totalmente torcida.

—Tome, igual le sirven— el muchacho siguió hablando mientras me ofrecía unos alicates oxidados sacados del bolsillo trasero del tejano. 

—Gracias, pero ahora mismo lo que necesito es una farmacia; estoy sangrando —dije mostrándole la brecha de mi frente, mis rodillas y las palmas de mis manos totalmente en carne viva. El asfalto había hecho bien su trabajo. 

—Hay una dos calles más abajo –me informó mientras volvía a guardar los alicates y sacaba un plátano.

—¿La del señor Limón? —pregunté.

—Esa misma —pelaba la fruta con parsimonia—. ¿Ve aquel cartel rojo con luces? Cuando llegue, gire a la izquierda y allí la verá.

—Justo iba buscando esa dirección. El señor Limón, licenciado por la Facultad de Farmacia y Ciencias de la Alimentación de la Universidad de Barcelona, estaba interesado en comprar un polígrafo, un detector cuántico y un medidor de presión arterial.

—Pues me parece que se quedó sin negocio, señor. No veo nada que haya quedado de una pieza —dio un bocado y añadió con mirada maliciosa—. Esas luces rojas y las señoritas ligeritas de ropa que hay debajo suelen despistar mucho a los ciclistas…

Enric Gisbert

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