Parada sin nombre

Era junio cuando Carlos y su madre Adriana tomaron la decisión de irse.
Tras la muerte del marido, la viuda y su hijo vivían en un piso pequeño en la séptima planta de una vivienda social en Ciutat Meridiana. Carlos, con sus cincuenta y cuatro años y su extrema miopía, casi nunca había trabajado y Adriana, con sus casi ochenta y seis y su mísera pensión, iba perdiendo la memoria cada día más. Vivir con falta de vista, falta de memoria y tan poco dinero había hecho demasiado complicada su existencia en una gran ciudad. 
Esa tarde, sobre la mesa de la cocina débilmente iluminada había un mapa con una lupa al lado. Y cerca de la mesa, en el suelo, dos pequeñas maletas.
La mañana temprano ya estaban en el bus número 62. Sentados muy cerca uno del otro, las dos pequeñas maletas apretadas en su regazo. Toda la vida, las pocas cosas que no habían perdido u vendido, estaba ahí dentro, cerrada en dos pequeños rectángulos de piel artificial.
-¿Dónde vamos Carlos?
-Ya te lo dije varias veces, mamá. En África…. Lejos de aquí. 
Una señora sentada en frente escuchaba y miraba asombrada a la extraña pareja: los dos demasiado delgados, vestidos de forma inusual. Él con una camisa enorme, mal abrochada, pantalones cortos de golf y un par de gafas con lentes tan gruesas como el fondo de un vaso de whiskey. Ella con una falda larga de flores, una blusa de encaje ajustada, el pelo blanco muy corto y un aspecto de persona perdida en el mundo. Ambos tenían zapatos deportivos del mismo color: verde eléctrico con cordones amarillo.
Bajaron del bus para tomar el metro. Y al final, andando hasta la estación de Francia. Carlos cogía a su madre del brazo y en realidad no se entendía bien quién llevaba al otro.
-Carlos ¿adónde vamos? 
-A tomar el tren, mamá. Vamos a Sevilla y luego otro tren a Cádiz… 
-¿Y qué hacemos en Cádiz? ¿Conocemos a alguien allá? Yo no me acuerdo. 
-Mamá, ya te he mostrado el mapa varias veces. De Cádiz tomamos un bus hasta Tarifa, luego un ferry a Marruecos. Y de allá otros trenes, cruzando África hasta Zambia, hasta uno de los lugares más bellos en el mundo: las Cataratas Victoria.  
Adriana se había perdido más que nunca en las palabras de su hijo y, ocupado su asiento en el tren, cerró los ojos y empezó a soñar… Pedro, su esposo, estaba sentado con ella en la terraza de un bar, tomaban cerveza, y él era joven, hermoso, sonriente. Fumaba un cigarrillo y le decía algo que la hacía reír…
Sentado en frente a su madre, Carlos quería leer su guía de África, pero, a pesar de las lentes gruesas de sus gafas, no enfocaba bien las palabras, conque sacó la lupa del bolsillo y con gran dificultad empezó a leer. Llegaron a Sevilla tarde por la noche. Hambrientos y agotados.
-¿Dónde estamos Carlos? Tengo hambre y tengo miedo. 
-Estamos en Sevilla, mamá. No te preocupes, ahora comemos, tengo pan y queso en mi maleta. 
-¿Sevilla era la ciudad de Pedro, de tu padre, Carlos? No estoy segura, no me acuerdo. 
-Sí, mamá, era la ciudad de papá, pero yo nunca la vi. Emigró muy joven a Barcelona, tu ciudad, donde te conoció y donde yo nací.
Durmieron en un pobre hotel cerca de la estación y a la mañana siguiente se despertaron más cansados del día anterior. Tomaron un tren. Y, bajados en Cádiz, vagaron por la ciudad con las maletas en la mano. Carlos tenía la visión borrosa, sus ojos estaban inflamados, le dolían. Seguía a su madre que caminaba despacio sin saber dónde ir. Cansados se sentaron en la playa. Adriana tomaba agua de una pequeña botella de plástico y miraba el mar como si nunca lo hubiera visto antes. Arriba de una pequeña roca estaba sentado Pedro, con una mano tenía la caña de pescar y con la otra le tiraba besos. 
Carlos tenía los ojos entrecerrados, veía como olas de colores e imaginaba el continente africano al otro lado del mar. Desiertos, oasis verdes y cascadas gigantescas con nubes de vapor que se mezclan con las columnas de agua.
-Carlos, allá sentado está Pedro. ¿Lo ves? 
Carlos no contestó, las olas de colores ante sus ojos se hacían cada vez más oscuras. Bajó los párpados y pensó que con los ojos cerrados podía continuar a ver imágenes magníficas, paraísos únicos, sorprendentes…
-Cuando Pedro termine de pescar, vendrá a sentarse aquí con nosotros. Estoy feliz .
-Sí, mamá. 
Pasaron las horas, luego los días y nadie sabe si el viaje de Adriana y Carlos se acabó allí en la arena de Cádiz o si continuó hasta África, hasta las maravillas naturales de las Cataratas Victoria.

Anna LaStella

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