Mallorca por si acaso

(El perseguidor de aire)

La libertad se oye en el viento, dicen los marineros que están en puerto y se anuncia en el murmullo que pervive en las caracolas. Hoy soplaba y ha levantado la sábana que tapaba los muebles viejos. Leo la historia en las cajitas de la rayuela chingada de la palma. Veo arañado el pentagrama donde se transcriben los ciclones con notas chorreadas .


El cajón evacuado ha llegado al tren que recorre la costa en una cajita de cartón. De algún modo, deshabitarlo ha sido como el vaciado de nuestra vida. Nunca mejor llamada mudanza, estoy mudando también de pergaminos y pellejos que voy encontrando. Será una carcasa de piel de serpiente que transparenta su vacío en coincidencias de julio. Todo se ha vuelto simultáneo con una ojeada. Un lugar arrancado a la memoria que llega vestido de pasaje picado a máquina, formulario desalineado y letras a diferentes alturas y marcadas con fuerza dispar. Los billetes de barco con los que fuimos a Mallorca, Marina y yo.
Corre el tren por la costa, sin prisa, es un julio mediterráneo, parsimonia y letargo. En esta hora de coincidencias, llevo la caja como aquellas maletas de emigrante con una muda. Están los papeles que son toda la huella que se deja como pistas para un arqueólogo. Mis cartas, las recibidas de Sonia y de Mariona y las que no llegué a mandar. Mis pasaportes caducados y la cartilla de la SS. El cuadernillo de destinos de la mili. Era el cajón de las cosas importantes, que no se habían de perder en caso de guerra, y estaban todas juntas para que apareciesen de golpe.
No he sido de aviones, así que era perentorio ir a Mallorca por mar y únicamente pude pillar dos butacas, parecía un tren sin ritmo, que recorría el mar sobre su propia costa. No dormiríamos en toda la noche que dura el viaje. No follaríamos en alta mar como quería. Solo cabía hacerlo en cubierta. Y no lo haríamos, tan plagada de gente e iluminada con esa luz amarillenta. Nos encontramos toda la bohemia que pasaría el verano en la isla. Grupos de jóvenes, uno que llevaba guitarra y canciones con gin al que nos unimos como espectadores. Apiñados entre las barcazas de salvamento, como vagones que no se mueven de la borda. Son un tren fantasma varado en una estación. No permiten asomarnos a ver la estela de la nave mientras rompe el mar. Nos acercamos a la amura, buscando la brisa que desencallase ese aire tan quietoso. Y llegó el viento que lo transmuta todo. Como recuerdo no era más que una larva y ahora, adulto, ya es un borinote que choca constante contra los cristales.
La presencia del viento hoy me llena de añoranza de los vientos vividos en los ayeres simultáneos. Nos vivimos oyendo al viento, mercadeando cosas usadas. Fraseamos instantes de salmodia en el Port de Pollença, justo entre los cuernos del diablo que reside en la bahía. En una franja estrecha de tierra en la que apenas podíamos poner los pies, soplaba un vendaval que no permitía caminar, nos agarramos a nosotros mismos y al abrigo. Y buscamos el equilibrio inclinando los cuerpos como árboles torcidos. Y, aun así, una bufada nos lanzaba al aire algún metro más atrás, haciendo que ir a alguna parte fuera más ilusorio que nunca. Esos saltos truncaban la risa emparedada en los sobresaltos. En la bahía, los barquitos se alineaban por su ancla clavada en el corazón del mar.
Necesitaba un reemprendimiento tras los dieciocho meses bebidos de milico. Carajillo y calimocho. Hambre y sueño. El viento nos regeneraba la piel, arrancando epidermis y, a mí en particular, sacaba del montón arrastrado un recuerdo entre jirones, a su vez, despedazado.
El viento recaba perfectamente esa mañana que había despertado envolviéndome en un descuido que reconstruir. Solo tenía exiguos retazos de lo ocurrido y con lo que me habían contado pude hacerme una idea. Me llamaste desde el coche. Puede que no supiera quien eras, solo entendía que habíamos quedado durante la noche anterior, de lo que eran testigos los que me lo contaban. Me asomé a tu ventanilla y vi tus muslos. Y te vi por primera vez. Estabas buena. Y era la primera noticia. Había sido la fiesta mayor de Sa Pobla, y, repleto de anfetas adelgazantes, batucaba quedamente en el parque, moviendo tan solo la cabeza. El viento arrastraba de todo, y sentía el contacto bravo del aire multiplicado por miles de terminales nerviosas. Un vertiginoso golpe arrancó hojas de morera y una de ellas, se aplastó contra mi pecho. Quedé sorprendido y disfrutando de ello. El viento me había señalado entre todos. La luz es una cúpula que disuelve el misterio y tu llegaste, encamisada por ella desde la oscuridad impropia, fuiste claridad y deslumbraste. Te llamaré María, por darte un nombre que quizá nunca supe. El olvido soporta que apreciaras que te ofreciera la hoja como un regalo que venía de un regalo fruto del viento enloquecido. La hoja era más que un remedo de flor, viste que la sacaba del corazón a plena luz. Pasé junto a ti la noche y la compartí mágicamente. No hubo mar, aunque la olíamos en el viento, venia de todos lados, soplase como soplase. Éramos simples, sin complejos. Solo nos miramos y ese fue el precio para el resto de la noche. Nos amamos en los bancos, dentro del estanque, en la hierba, montados en los columpios y nos mecimos en una barca de la Badia de Pollença. Saciamos nuestros labios de ansias de colores. Te escribí poemas en las hojas de morera que el viento racheaba y las liberaba de los besos, expuestos al viento, cursi de verano.
El recuerdo soporta eso, la conversación que, seguro, conociéndome bajo los afectos de las centraminas, me concentraría en el hilo de la cháchara diletante y sostenida con interés húmedo y el resto del cerebro dejaría de hacer ruido. Escucharía al viento. Tanto, que no te reconocí al día siguiente, durante la noche no vi tus muslos ni vi tus pechos y bien se sabe como me llaman. Se que estuvo bien, el viento se llevó todo lo superfluo, salvo lo que te dijese o me contaras, la piel, el sinsentido. Un esqueleto sujeto de una rama dislocándose soplado por la noche. Los huesos suenan a risa cascabelera.
Tanto extraño nuestro viaje, Marina, que me encuentro un pasaje de la estancia en Mallorca y lo que recuerdo es que reviví en él, otra noche y otra chorba enmascarada en anfetas y alcohol. Un recuerdo dentro de un recuerdo, que fue el momento sin concluir que determinó el resto de mi vida.
La libertad es el viento, cuentan los marineros que viven al pairo y se manifiesta en el rumor apócrifo de las caracolas. Hoy sopla y se ha llevado mi sombrero porque se lo lleva todo. Me ha hecho perseguirlo como un niño a un globo. Y has llegado subida en él, tú, otra, nueva y risa abierta a dientes y garganta. Hoy es hoy. Te miro, abandono el panamá. Os unís las dos Marías en las manos repicando sobre la mesa. Tejéis entre los dedos la partitura donde se anotan los tifones por las corcheas y fusas escampadas.

Un recuerdo desde el mar caído de Facebook

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